"El niño observaba con detenimiento la muerte de Dios, con lágrimas en los ojos, mientras todos a su alrededor gritaban y corrían sin sentido. Junto él yacían sus padres, inertes. Las oscuras nubes nocturnas, manchadas con el rojizo del fuego que inundaba la ciudad, empezaron llorar junto a él; el humo y agua saturaron el aire. Las calles se llenaron de ríos de lodo y sangre. Sostenía las manos de aquellos que alguna vez lo amaron. Un hombre que huía de los monstruos que aterraban a todo el pueblo, se detuvo e intentó llevarlo consigo tomando la mano del pequeño. iVamos! Están muertos... -Dijo. -Todos lo están, Dios ha muerto- respondió el niño levantando la mirada hacia la iglesia al final de la calle, cubierta de llamas y derrumbándose lentamente ante el peso de la cantera caliente. El hombre asustado ante la declaración, intentó forzar al niño y justo cuando lograba alejarlo de los cadáveres, un silbido surcó el aire atravesando el pecho del niño. La oscuridad rojiza fue lo último que vio el pequeño, y en su mente resonó la frase: "Dios ha muerto, y el frío que lo envolvió lo hizo saber que él también.»
Erick Centeno
Mar., 01 de dic. de 2020
Vivo con la constante y eterna disyuntiva de los que nada le temen a la vida. Vivo asociando estrellas para asimilar la actividad de mi corazón. Vivo con los sentidos en medio de la naturaleza. ¡Y todavía me pierdo de tanto! Vivo escuchando las historias de los pueblos; viviendo la humanidad imperfectible de los que viven y sueñan al mismo tiempo, amando el mismísimo amor. Elevando lo bello de un botón floral y la magnificencia de un árbol acariciando el cielo. Y aún hay tanto por percibir... Por eso vivo. Por eso nos encontramos. Por eso te vivo completamente. Hablar de ti es vivir. Y a mí me gusta vivir.
Miérc., 13 de jul. de 2022
2:46 a. m.
Eres la utopía de mis ojos; la dulzura que funde las entrañas de la bestia; la melodía preferida de todos los dioses; la tierra extranjera de todos mis deseos. Castígame con el carácter que desbordas. Yo necesito escarmentar en tus labios, no pasar insensibles penitencias. Tus besos son los bálsamos que ni Dionisio, vuelto en vida, alcanzaría a probar. Cuentan que esa fue su tragedia. La mía es no poderte enamorar. Cambiaste la directriz y me encasillaste a tu religión. Ahora calas en lo más hondo de mis convicciones. A veces, me enojo con la vida y luego te lloro. Tú remontas mi vuelo, conmocionas mi centro, salvaguardas todos mis incendios, con tu voz. Muero en ti, ardo en ti, soy un obstinado de ti.
EPIFANÍAS
Ocurrió cuando menos lo esperaba...
A finales de una tarde de invierno. La nieve se derretía. Unos días antes de dejar de salir completamente del sótano. Caminaba cada vez más lento, miraba las casas, las calles vacías del domingo, enero...Me di cuenta, por primera vez con tanta claridad (la claridad del aire de enero), de que aquello que queda al final no son los momentos excepcionales, tampoco los acontecimientos, sino precisamente los momentos en que no pasa nada. Tiempo liberado de su pretensión de excepcionalidad. Recuerdos de tardes en las que nada ha ocurrido. Nada, salvo la vida en toda su plenitud. El olor sutil a humo de leña, las gotas, la sensación de soledad, el silencio, el crujir de la nieve bajo los pies, la vaga desazón cuando cae el crepúsculo, lenta e irreversiblemente.
Ya lo sé. No quiero revivir de nuevo ninguno de los llamados acontecimientos de mi propia vida, ni aquel primero de mi nacimiento, ni el postrero que me aguarda por delante; son ambos igual de incómodos. Igual que lo son todas las llegadas y despedidas. Tampoco quiero revivir de nuevo mi primer día de cole, ni mi torpísimo primer polvo, ni mi llegada a la mili, ni mi primer día de trabajo, ni mi petulante bodorrio, ni...Ninguno de esos recuerdos me aportaría alegría. Los cambio todos, junto con los montones de fotos que los acompañan, por aquella tarde en la que estoy sentado en los escalones calientes a la puerta de casa, me acabo de despertar de la siesta, oigo el zumbido de las moscas, he vuelto a soñar con aquella chica que nunca se da la vuelta. Mi abuelo arrastra la manguera al jardín y el pesado olor a flores tardías asciende hacia los cielos. Nada es definitivo, nada ha sucedido aún. Tengo todo el tiempo del mundo por delante.
Lo insignificante y lo pequeño, ahí es donde está agazapada la vida, ahí es donde anida. Son curiosas las cosas que quedan brillando al final, el último resplandor antes de la oscuridad. Ni las más importantes ni..., uno no puede anotarlas o contarlas siquiera. El cielo del recuerdo se abre para aquel minuto del crepúsculo de un día de invierno en una ciudad lejana: tengo dieciocho años y de milagro me he quedado solo por un par de minutos, atravieso el enorme patio de armas del cuartel. (...)
Y bien, aquel momento en el que me quedé solo en el enorme patio de armas bajo un cielo vacío, en medio del aire frío impregnado del primer olor a invierno, a humo de leña y carbón que se desliza a hurtadillas desde el pueblo cercano, crepúsculo y premonición, por primera vez solo, por primera vez en otra parte, un leve frío, nubes frías. Y precisamente ese encuentro entre la desesperanza y la premonición (el año de la mili acababa de empezar), mezcladas con un cielo infinito, ajeno y hermoso, hermoso de manera ajena, hizo que ese minuto pareciera eterno. Ya sabía yo que no sería capaz de contarlo.
Evidentemente, puedo enumerar más camellos dorados como ese en la caravana infinita de los minutos. Tres o cuatro, como mucho. Pero intentaré relatar tan solo uno más. Final del verano, estoy frente a mi casa, el ocaso es infinito en la llanura, tengo seis años, las vacas regresan por el camino, primero se oyen sus cencerros lentos, los gritos del pastor, los mugidos que anuncian a sus crías que por fin regresan, el llanto en respuesta de los terneros...Sí, es un llanto, lo sabía incluso entonces. Igual que el llanto que brota de mí al instante cuando mi madre regresa de la ciudad para verme el fin de semana. Jamás el alivio y la acusación han estado tan cerca uno del otro como en ese llanto. Tan cerca como el llanto de los terneros y el llanto de los niños cuando se los abandona durante el día o durante unas semanas. (...)
En ese minuto (el recuerdo sigue igual de nítido), en ese minuto tupido de sonidos, vacas y olores, todo desaparece de repente, una grieta resquebraja el horizonte en su punto más remoto, el tiempo se retira y allí, en el fondo del ocaso, aparece un cuarto blanco de techos altos como jamás he visto, con una araña de luces y un piano. Y frente al piano está sentada una chica de mi edad a la que veo solo de espaldas. Tiene el pelo claro, recogido en una coleta, se dispone a tocar, tiene los brazos ligeramente alzados, veo sus codos afilados...Y ya está.
Nunca he sido más feliz, nunca me he sentido más completo y tranquilo que en aquel minuto sentado sobre la losa caliente a finales de mi sexto verano. (...) Me prometí en aquel momento que encontraría a esa chica. La busqué en todas partes, en todos los años que atravesé. Ninguna resultó tener su rostro. Siento que con el tiempo empiezo a rendirme. Me acostumbro. Ser viejo consiste en acostumbrarse.
• Gueorgui Gospodínov, "Física de la tristeza"
Fulgencio Pimentel. Trad: María Vútova y Andrés Barba
Querido niño Dios:
Es muy difícil escribirte. Para empezar, no sé si tratarte de tú o de usted. Tú eres el único niño al que dan ganas de tratarlo de usted. Voy a optar por el tuteo, sin embargo, pues crea una atmósfera más familiar, más de conversación entre dos, pero no lo tomes como un exceso de confianza. Tampoco lo tomes como un irrespeto (ni hacia ti ni hacia los que creen en ti) si te digo que no creo que existas. No creo que puedas leer esta carta, y por lo mismo no te voy a pedir nada. Pedirte cosas son ingenuidades de niño, que tendrán su encanto en la infancia, pero en las que yo ya no quiero caer a mi tierna edad.
Voy a hacer un ejercicio. Te voy a escribir a ti como quien le escribe una carta a Cándido o al Quijote o a Cupido, alguna de esas maravillosas creaciones de la imaginación humana. También tú eres una encantadora creación humana: un niño para pedirle cosas, un niño divino, un niño para rezarle y creer que algo puedes hacer en esta rueda loca del mundo, que, te lo digo francamente, no parece que estuviera regida por ningún Dios Bueno, Sabio y Todopoderoso. Mucho menos por un niño amable, bondadoso y pacífico.
Y voy a proponerte un tema, niño Jesús, ya que tú fuiste un niño rozagante y sano: el tema de los niños enfermos que se mueren; o el tema de los niños a los que los matan carros, balas, minas, terremotos, incendios, bombas, o algo mucho más simple: hambre. ¿No te parece un tema alegre para estas navidades? Te cuento una cosa: también mi madre nació un 25 de diciembre, como tú, y por eso se llama Natividad. María Cecilia Ana de la Natividad de Jesús, para ser exactos. Le pusieron ese nombre para hacerte un homenaje, para que tú la vieras con buenos ojos. Y sobrevivió; ha vivido más de ochenta navidades y ella te lo agradece. Porque lo que es a un hermanito que le había nacido dos años antes de ella, te lo llevaste de fiebre; estuvo una semana agonizando y llorando, con escalofríos, sufriendo. Qué ironía. ¿Habrá sido porque no lo pusieron Natalicio? ¿Serás así de creído y vanidoso?
Además, en la casa tenemos un cuadro muy milagroso de Santa Ana enseñándole a leer a la Virgen María. Toda la vida mi abuela le puso una vela los viernes; ¿sabes por qué? Porque los viernes juega la Lotería de Medellín. Y nunca se la ganó. Pero el marco del cuadro quedó con un chamuscado al lado izquierdo, eso sí. Ponía el billete de la lotería debajo de la vela. Y nada. ¿Ves? Hay por lo menos dos niños en nuestro imaginario católico: tú, recién nacido en la cuna o en brazos de tu madre (o descalzo y muy orondo, ya crecidito, el Divino Niño, levantando los bracitos al cielo), y tu madre niña mientras aprende a leer. También están los Niños Mártires, que creo que son muchos. Pero no te voy a hablar de los niños del santoral. Ya te propuse otro tema: las personas que se mueren niñas, digamos entre los seis meses y los quince años de vida. Un bonito tema navideño, los niños que se mueren por estos días y todo el año, ¿no?
Mira lo que dice un poeta, Enrique Molina, hablando de un niño muerto: “No han sido tan graves mis errores para pagarlos con la vida”. ¿No has visto a esas madres que se arrodillan para pedirte por la vida de sus niños, no las has oído? ¿No has visto el llanto de esos padres, o el de los otros hermanos que te ruegan que no les hagas esto, que le salves la vida al hermanito? No, evidentemente no. Eres más sordo que una tapia. Se mueren los niños pobres y los niños ricos. Los pobres de hambre, y los ricos de cualquier otra cosa.
Tú también conocerás al maestro Fernando Botero. Todo el mundo lo conoce, sobre todo por estas tierras que se llaman Colombia y que han estado encomendadas a tu corazón de niño (pero cuando te creció). Pues fíjate, también el maestro Botero tenía un niño: Pedrito. ¿Y qué le pasó? Pues que Botero estaba en una loma parado en un carro, una lomita de nada, muy tranquilo. Y de un camión que iba adelante se zafó una lámina de acero. La lámina entró al carro. ¿Y sabes dónde fue a dar? En el cuello del niño. Lo degolló como de un guillotinazo, como a los criminales de la Revolución Francesa, y el maestro Botero perdió dos dedos tratando de quitarle la lámina de encima a Pedrito. Y todo el amor de su madre no pudo detener la sangre que manaba de la arteria yugular. Un espectáculo triste, ¿o no? Pudiste haber hecho algo y tú en cambio como si tal cosa, igual que con los niños que se mueren de hambre. Al menos no eres clasista: a todos, muertes por igual. Para medio recuperarse, el maestro Botero estuvo pintando a Pedrito como un loco, durante años, pero la cicatriz le quedó para siempre, en los dedos y en la memoria. ¿Y la mamá? La mamá ya nunca se recuperó. Le destrozaste la vida.
¿O me vas a decir, como los curas, que te llevas a tu presencia a los que más quieres para que te hagan compañía con su alma blanca y pura, sin pasar por el Purgatorio? Si es así, pudieras haberles evitado la venida al mundo. Te doy una idea: te los llevas de una vez del vientre de sus madres, sin traerlos aquí a que se encariñen con la vida y a que nosotros nos encariñemos con ellos. De verdad no te entiendo ese jueguito de mostrarnos unos niños por unos cuantos años para después llevártelos de aquí. Y además con torturas: dolores, sangre, un hueco en el estómago, llanto, deformidades, fiebres, llagas. Dices que tu amor es infinito. Pues qué manera la que tienes de amar: el marqués de Sade no me parece sádico, al lado tuyo.
Antes de Navidades los niños le escriben cartas al niño Dios para pedirle algo: cosas fáciles como regalos (si los papás tienen plata); cosas difíciles, como paz en este mundo (si en el colegio les dicen que pidan cosas importantes); o cosas imposibles, como que le cures la leucemia a un niño que conozco y que se está muriendo en medio de los sufrimientos más horribles. No se la vas a curar, ¿cierto? Bueno, allá tú. Entonces no eres tan omnipotente como dicen los que sí creen en ti. Si fueras omnipotente no dejarías que ningún niño se muriera de leucemia, de sida, de accidente, de hambre, de lámina de acero en este mundo.
En la novena, desde que me conozco, llevamos media eternidad cantándote lo mismo: “Ven a nuestras almas, ven, no tardes tanto”. Y tú no llegas. El 24 a las doce de la noche sacamos al niño de un baúl y lo ponemos en el pesebre. Después empezamos a repartir los regalos. Como somos de familia acomodada, las cartas que los niños te escribieron se cumplen al menos en parte. Pero de ti, ni la sombra. Siglos rogándote que no te tardes tanto, y tú escondido por allá, en las interminables regiones de la nada. Allá tú.
Yo no me explico de dónde viene esta costumbre de rendirle culto a un niño. A un bebé. Supongo que es muy fácil creer en la bondad de un niño: no tiene todavía capacidad para hacerle daño a nadie: no pega, no habla, no envidia, no odia. Ni siquiera ama: llora, come, duerme y caga, llora, come, duerme y caga. Esa es la vida, tan simple y tan bonita, de un bebé sano. ¿Y los niños enfermos? Te lo recuerdo, niño Dios. Hay millones de niños enfermos. Y millones de niños que se mueren de sida. Y más millones a los que les duele la barriga vacía, porque la barriga vacía duele aterradoramente. Y tú allá sentadito a la diestra de Dios Padre, tranquilo, bien comido y bien dormido, viendo pasar el río de la eternidad, como si tal cosa. ¿Qué es para ti el sufrimiento de millones de padres? Nada, lo mismo que para mí el sufrimiento de una hormiga, si llego a pisar diez hormigas sin darme cuenta.
Por eso no te quiero, niño Dios, porque no haces nada, porque no te inmutas. Porque por muchas cartas que te escribamos, ni una sola vez te has dignado contestar. Con mis más sinceros sentimientos de asombro, incredulidad y desconcierto, me despido, ?
Héctor Abad en SOHO.COM
Sobre la fría losa de una tumba un nombre retiene la mirada de los que pasan, de igual modo, cuando mires esta página, pueda el mío atraer tus ojos y tu pensamiento. Y cada vez, cada vez que acudas a leer este nombre, piensa en mí como se piensa en los muertos; e imagina que mi corazón está aquí, inhumado e intacto.
Lord Byron
Alberto Fuguet, Sobredosis
“Justo a esta hora, en algún lugar del mundo, uno dice, otro calla, y dos sienten tanto, que aún sin decir nada, se les oye claro el corazón.”
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Miérc., 6 de jul. de 2022
7:20 p. m.
No será suficiente. Más aún: sé que verte nunca será suficiente. Hoy ya no es hoy, sino mañana. Hoy, no cruzo esa puerta si no es para ir a los cielos o, en su defecto, para irme de una bendita vez a los infiernos.
Junio 2017
¿Por qué la quiero tanto?, ¿ de dónde parece llegar esta tristeza que si no se confunde con su presencia termina cediendo a la infinita palabra? Quiero rodear con urgencia este silencio del que es parte mi alma. Guardarlo y levantar una melodía que se incorpore a mis más profundos sentimientos. Porque es a su lado cuando al silencio le importa lo que al hombre para crear la extraña palabra; a su lado, he muerto intencionalmente para traerle la compañía de alguien que no sabía que había llegado. lo he deseado tanto que la tristeza se ha acomodado entre mi alma para no llorar.