4 de octubre de 2021
12:11 a. m.
Sobre el cielo tendido yace mi amor por ti. Sobre nubes que cobijan nuestras almas (…) Ojalá llueva todo lo que nos quisimos. Y pueda beber yo de las aguas de mis culpas
EPIFANÍAS
Ocurrió cuando menos lo esperaba...
A finales de una tarde de invierno. La nieve se derretía. Unos días antes de dejar de salir completamente del sótano. Caminaba cada vez más lento, miraba las casas, las calles vacías del domingo, enero...Me di cuenta, por primera vez con tanta claridad (la claridad del aire de enero), de que aquello que queda al final no son los momentos excepcionales, tampoco los acontecimientos, sino precisamente los momentos en que no pasa nada. Tiempo liberado de su pretensión de excepcionalidad. Recuerdos de tardes en las que nada ha ocurrido. Nada, salvo la vida en toda su plenitud. El olor sutil a humo de leña, las gotas, la sensación de soledad, el silencio, el crujir de la nieve bajo los pies, la vaga desazón cuando cae el crepúsculo, lenta e irreversiblemente.
Ya lo sé. No quiero revivir de nuevo ninguno de los llamados acontecimientos de mi propia vida, ni aquel primero de mi nacimiento, ni el postrero que me aguarda por delante; son ambos igual de incómodos. Igual que lo son todas las llegadas y despedidas. Tampoco quiero revivir de nuevo mi primer día de cole, ni mi torpísimo primer polvo, ni mi llegada a la mili, ni mi primer día de trabajo, ni mi petulante bodorrio, ni...Ninguno de esos recuerdos me aportaría alegría. Los cambio todos, junto con los montones de fotos que los acompañan, por aquella tarde en la que estoy sentado en los escalones calientes a la puerta de casa, me acabo de despertar de la siesta, oigo el zumbido de las moscas, he vuelto a soñar con aquella chica que nunca se da la vuelta. Mi abuelo arrastra la manguera al jardín y el pesado olor a flores tardías asciende hacia los cielos. Nada es definitivo, nada ha sucedido aún. Tengo todo el tiempo del mundo por delante.
Lo insignificante y lo pequeño, ahí es donde está agazapada la vida, ahí es donde anida. Son curiosas las cosas que quedan brillando al final, el último resplandor antes de la oscuridad. Ni las más importantes ni..., uno no puede anotarlas o contarlas siquiera. El cielo del recuerdo se abre para aquel minuto del crepúsculo de un día de invierno en una ciudad lejana: tengo dieciocho años y de milagro me he quedado solo por un par de minutos, atravieso el enorme patio de armas del cuartel. (...)
Y bien, aquel momento en el que me quedé solo en el enorme patio de armas bajo un cielo vacío, en medio del aire frío impregnado del primer olor a invierno, a humo de leña y carbón que se desliza a hurtadillas desde el pueblo cercano, crepúsculo y premonición, por primera vez solo, por primera vez en otra parte, un leve frío, nubes frías. Y precisamente ese encuentro entre la desesperanza y la premonición (el año de la mili acababa de empezar), mezcladas con un cielo infinito, ajeno y hermoso, hermoso de manera ajena, hizo que ese minuto pareciera eterno. Ya sabía yo que no sería capaz de contarlo.
Evidentemente, puedo enumerar más camellos dorados como ese en la caravana infinita de los minutos. Tres o cuatro, como mucho. Pero intentaré relatar tan solo uno más. Final del verano, estoy frente a mi casa, el ocaso es infinito en la llanura, tengo seis años, las vacas regresan por el camino, primero se oyen sus cencerros lentos, los gritos del pastor, los mugidos que anuncian a sus crías que por fin regresan, el llanto en respuesta de los terneros...Sí, es un llanto, lo sabía incluso entonces. Igual que el llanto que brota de mí al instante cuando mi madre regresa de la ciudad para verme el fin de semana. Jamás el alivio y la acusación han estado tan cerca uno del otro como en ese llanto. Tan cerca como el llanto de los terneros y el llanto de los niños cuando se los abandona durante el día o durante unas semanas. (...)
En ese minuto (el recuerdo sigue igual de nítido), en ese minuto tupido de sonidos, vacas y olores, todo desaparece de repente, una grieta resquebraja el horizonte en su punto más remoto, el tiempo se retira y allí, en el fondo del ocaso, aparece un cuarto blanco de techos altos como jamás he visto, con una araña de luces y un piano. Y frente al piano está sentada una chica de mi edad a la que veo solo de espaldas. Tiene el pelo claro, recogido en una coleta, se dispone a tocar, tiene los brazos ligeramente alzados, veo sus codos afilados...Y ya está.
Nunca he sido más feliz, nunca me he sentido más completo y tranquilo que en aquel minuto sentado sobre la losa caliente a finales de mi sexto verano. (...) Me prometí en aquel momento que encontraría a esa chica. La busqué en todas partes, en todos los años que atravesé. Ninguna resultó tener su rostro. Siento que con el tiempo empiezo a rendirme. Me acostumbro. Ser viejo consiste en acostumbrarse.
• Gueorgui Gospodínov, "Física de la tristeza"
Fulgencio Pimentel. Trad: María Vútova y Andrés Barba
Domingo, 14 de marzo de 2021
5:39 p. m.
Caigo dormida en las olas de su sonrisa cuando un suave te quiero, en mis labios, rompe febrilmente sobre los suyos. Siento mi mundo entero encandilarse a un ladito del corazón, preservando el encuentro de nuestros mundos contenidos en nuestras miradas. Dejo que mis ojos acaricien cada arista de este relieve. Los dejo únicamente ante la inmensidad. Ante la mirada incandescente capaz de despertar el preludio y el ritmo laborioso de las aves cada mañana. Esa mujer ha estado bailando en los principios del universo sin cotejar las consecuencias. Almas que formaron galaxias enteras en un suspiro dentro de la red cósmica en la que coincidieron con ella. Cada día reafirmo que su espíritu enaltece su existencia. Esa mujer es la fuerza que genera el movimiento. El paisaje conmovedor del cielo recorre la mitad del alma del mundo para volver a escuchar la lira de Orfeo en sus manos. Es mirarla con el alma encalmada y la vida cubierta toda de un tono cobrizo intenso como sus ojos. Es no soltar su mirada distraída ni un solo instante. Esos ojos, que no le pertenecen ni siquiera a la propia inspiración, son el reflejo de su historia.
Sigo prefiriendo jugar con fuego, pero a mi manera
Mensajessinremitente
10 de diciembre de 2019
(...)Pero a las estaciones les da igual cuál prefieras de entre ellas; las hojas no caen para complacerte, no llueve porque estés triste ni la antítesis de la alegría viene con la soledad, las palabras y el canto de los pájaros no llegan para ti. Para mí, amor significa... (poesía), no ninguna mujer; aunque esa mujer lleve el alma en los ojos y la vida en su sonrisa.
“Todo aquello que no soportamos en este mundo, un día lo encontramos en una persona, y lo amamos de golpe.”
— Djuna Barnes, Nightwood
15 de abril de 2022
Yo no sé qué te he hecho, corazón. ¿Sientes eso?, ¿lo sientes? Eres tú otra vez(...) Nervioso, vas pululando tus latidos para ella. No puedes ir de otra forma, no sabes. Desde que aprendiste a hablar, no has parado de decir su nombre.
Ojalá no hubieras pasado nunca. Ojalá te hubieras quedado.
Elvira Sastre. Aquella orilla nuestra
Miérc., 10 de feb. de 2021
Y levantarme de golpe cuando la emoción aflore. Sentir cómo se asoma el horizonte en la última parte del camino, sensaciones que van improvisando el mismo juego con mis nervios. Y soy un manojo de nervios. Porque la mera acción puede reemplazarlo todo. Así de frágiles y sensibles son mis ideas cuando no entiendo lo que en el momento voy sintiendo, pero... ¡lo qué voy sintiendo! Entonces, en una sonrisa se me va la voz, por decir palabras, y la vida entera, por no gritar tu nombre.
A los alrededores de la cómoda habitación, afuera, en el balcón, igual que todas las madrugadas, mis cansados ojos apreciaban una pálida pared que proyectaba, gracias a la luz que provenía de la habitación contigua, la imagen de una mujer; una mujer en todo su esplendor, una mujer de aspecto frágil y delicada pendiente, una mujer que había conocido hace poco en el parque central de la pequeña ciudad. Sus movimientos ilustraban naturalmente una rutina () e inquietaban, a la par del comienzo de una breve conversación,() el deseo de acercarme. Había tenido el pensamiento ausente durante lo que duran dos largos suspiros, quería quedarme bajo la protección del reflejo que se reunía para volverme loco. Estaba encantado con la silueta de una mujer que llegaba cada noche a proteger su propia felicidad (...)